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Neguillán

El mar de pinares del noroeste segoviano guarda pequeños enclaves escondidos e incluso inesperados. No todo es verde y no todo es bosque; la vida también se concentra en un conjunto de humedales que, de forma dispersa, salpican la llanura de cereal y, como verdaderos oasis, se protegen con su peculiar vegetación de juncos y cañaverales, diferenciándose  así del resto del territorio. Son lagunas alcalinas, de aguas superficiales pero con una elevada salinidad, que reúnen las condiciones óptimas para la vida de aves migratorias. Allí, en ese paraje un día estuvo la aldea de Neguillán.

Rodeada por ese mar de pinares, en la llanura de humedales y cereal, la pequeña localidad de Neguillán, que dio de alguna forma su nombre a la comunidad de villa y tierra de Coca, existía ya en el siglo XII o quizás mucho antes. Sabemos de este minúsculo lugar por documentos eclesiásticos del cabildo segoviano en el siglo XIII, cuando la diócesis hizo su gran reforma fiscal. Su localización, a medio camino entre Santiuste de San Juan Bautista y Villagonzalo, en cuyo término se ubica, lo situaba muy cerca de su villa y cabecera, Coca. Entonces sí estaba en el mapa y era conocido como Negullán.

Neguillán nos legó sus ruinas, que ahora cubren los viñedos, y una iglesia que, degradada en ermita, sobrevivió hasta bien entrado el siglo XIX. También nos dejó su nombre, que sobrevivió a su larga ausencia de siglos, y lo hizo a través de la misteriosa talla de una virgen románica, Nuestra Señora de Neguillán, la patrona de la Comunidad de Villa y Tierra de Coca.   

Tan humilde templo y tan humilde Virgen fueron protagonistas mudos de la historia de las tierras de Coca durante siglos: La ermita de Neguillán fue sede de las Juntas de Procuradores de las aldeas que formaban parte de la comunidad de Coca desde el siglo XIII y allí, todos los pequeños municipios dependientes de la villa, configurados en pequeño congreso, exponían sus problemas, dirimían sus diferencias y tomaban decisiones.  

Quiero creer que el paisaje actual guarda el eco de todos los significados que tuvo a lo largo del tiempo, y, en este caso, concentrados en una virgen de madera: la talla de Nuestra Señora de Neguillán, la única muestra visible que parece haber sobrevivido a la aldea desaparecida, a su población ausente y a su templo olvidado. En este caso es la imagen la que vale más que mil palabras y la toponimia afectiva la que ha ganado la batalla.

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